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Mensaje por ZARGOTEAM Miér 18 Sep 2013, 4:12 am


X. DEL LIBRE ALBEDRÍO
La condición del hombre después de la caída de Adán es tal, que, por su natural fuerza y buenas obras, ni puede convertirse ni prepararse a sí mismo a la fe e invocación de Dios. Por tanto no tenemos poder para hacer buenas obras gratas y aceptables a Dios, sin que la Gracia de Dios por Cristo nos proceda para que tengamos buena voluntad y obre en nosotros cuando tenemos esa buena voluntad.

XI. DE LA JUSTIFICACIÓN DEL HOMBRE
Somos tenidos por justos delante de Dios solamente por el mérito de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, por la fe y no por nuestras obras o merecimientos. Por lo cual, es doctrina muy saludable y muy llena de consuelo que somos justificados solamente por la fe, como más largamente se expresa en la Homilía de la Justificación.

XII. DE LAS BUENAS OBRAS
Aunque las buenas obras que son fruto de la fe, y se siguen a la justificación, no pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio Divino; son, no obstante, gratas y aceptables a Dios en Cristo, y nacen necesariamente de una verdadera y viva fe; de manera que por ellas puede conocerse la fe viva tan evidentemente como se juzga al árbol por su fruto.

XIII. DE LAS OBRAS ANTES DE LA JUSTIFICACIÓN
Las obras hechas antes la gracia de Cristo y de la inspiración de su Espíritu no son agradables a Dios porque no nacen de la fe en Jesucristo. Tampoco hacen a los hombres dignos de recibir la gracia ni (en lenguaje escolástico) merecen “de congruo” la gracia. Antes bien, no dudamos que tengan naturaleza de pecado, porque no son hechas como Dios ha querido y mandado que se hagan.

XIV. DE LAS OBRAS DE SUPEREROGACIÓN
Aquellas obras voluntarias no comprendidas en los Mandamientos Divinos —llamadas obras de supererogación— no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad, porque por ellas los hombres declaran que no solamente rinden a Dios todo cuanto están obligados a hacer, sino que por amor suyo hacen más de lo por el deber riguroso les es requerido; siendo que Cristo claramente dice: Cuando hubiereis hecho todas las cosas que os están mandadas, decid: Siervos inútiles somos.

XV. DE CRISTO, EL ÚNICO SIN PECADO
Cristo en la realidad de nuestra naturaleza fue hecho semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, del cual fue claramente exento, tanto en su carne como en su espíritu. Vino para ser el Cordero sin mancha que quitase los pecados del mundo mediante el sacrificio de sí mismo hecho una sola vez. Como dice San Juan, no hubo en él pecado. Pero nosotros, todos los demás hombres, aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, todavía lo ofendemos en muchas cosas; y, si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros.

XVI. DEL PECADO DESPUÉS DEL BAUTISMO
No es pecado contra el Espíritu Santo e irremisible todo pecado mortal voluntariamente cometido después del Bautismo. Por lo cual, a los caídos en pecado después del Bautismo no debe negarse la gracia del arrepentimiento. Después de haber recibido el Espíritu Santo, nos podemos apartar de la gracia recibida y caer en pecado y, por la gracia de Dios, levantarnos de nuevo y enmendar nuestras vidas. Por lo tanto, debe condenarse a los que dicen que ya no pueden pecar mientras vivan, o los que niegan que puedan ser perdonados los que verdaderamente se arrepientan.

XVII. DE LA PREDESTINACIÓN Y ELECCIÓN
La predestinación a la vida es el eterno propósito de Dios, por el cual —antes que fuesen echados los cimientos del Mundo— Él, por su invariable consejo a nosotros oculto, decretó librar de maldición y condenación a los que eligió en Cristo de entre todos los hombres, y conducirlos por Cristo a la Salvación eterna, como a vasos hechos para honor. Por lo cual, los agraciados con ese excelente beneficio de Dios son llamados según el propósito divino por su Espíritu que obra a su debido tiempo; obedecen por gracia la vocación; son justificados gratuitamente; son hechos Hijos de Dios por adopción; son hechos conforme a la imagen de su Unigénito Hijo Jesucristo; viven religiosamente en buenas obras, y finalmente llegan por la Divina misericordia a la eterna felicidad.
Por un lado, la consideración piadosa de la predestinación y de nuestra elección en Cristo está llena de un dulce, suave e inefable consuelo para las personas piadosas y quienes sienten en si mismas la operación del Espíritu de Cristo, que va mortificando las obras de la carne y sus miembros terrenales y levantando su mente a las cosas elevadas y celestiales, no sólo porque establece de gran manera y confirma su fe en la salvación eterna que han de gozar por medio de Cristo, sino porque enciende también su amor ferviente hacia Dios: pero, por otro lado, para las personas curiosas y carnales que carecen del Espíritu de Cristo, el tener continuamente delante de sus ojos la sentencia de la predestinación divina es un precipicio muy peligroso, por el cual el diablo los arrastra a la desesperación o la miseria de una vida muy impura que no es menos peligrosa que la desesperación.
Además, debemos recibir las promesas divinas del modo que nos son generalmente propuestas en la Escritura Santa y en nuestro actuar seguir aquella Divina Voluntad que tenemos declarada en la palabra de Dios.

XVIII. DEL OBTENER LA SALVACIÓN ETERNA SOLAMENTE POR EL NOMBRE DE CRISTO
Deben asimismo ser anatematizados aquellos que presumen decir que todo hombre será salvo por la ley o secta que profesa, con tal que sea diligente en conformar su vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza. Porque la Escritura Santa nos propone sólo el nombre de Jesucristo por medio del cual únicamente han de salvarse los hombres.

XIX. DE LA IGLESIA
La Iglesia visible de Cristo es una Congregación de hombres fieles en la cual es predicada la pura Palabra de Dios y los sacramentos son debidamente administrados conforme a la institución de Cristo en todas aquellas cosas que para ellos necesariamente se requieren.
Así como las Iglesias de Jerusalén, de Alejandría y de Antioquía erraron, así también ha errado la Iglesia de Roma, no sólo en cuanto a la práctica, ritos y ceremonias; sino también en materias de fe.

XX. DE LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias y autoridad en las controversias de fe. Sin embargo, no es lícito a la Iglesia ordenar cosa alguna contraria a la Palabra de Dios escrita, ni puede exponer un pasaje de la escritura de modo que contradiga a otro. Por lo cual, aunque la Iglesia sea testigo y custodio de los Libros Santos, sin embargo, así como no es licito decretar nada contra ellos, igualmente no debe presentar cosa alguna que no se halle en ellos para que sea creída como necesaria para la salvación.

XXI. DE LA AUTORIDAD DE LOS CONCILIOS GENERALES
No pueden congregarse Concilios Generales sin el mandamiento y autoridad de los Primados o Arzobispos; y cuando están congregados, (como son una junta de hombres en la que no todos son gobernados por el Espíritu y Palabra de Dios), ellos pueden errar —y algunas veces han errado— aún en las cosas pertenecientes a Dios. Por lo cual, las cosas ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen fuerza ni autoridad, a no ser que pueda evidenciarse que fueron sacadas de las Santas Escrituras.

XXII. DEL PURGATORIO.
La doctrina romana concerniente al purgatorio, indulgencias, veneraciones y adoración, así de imágenes como de reliquias, y la invocación de los santos, es una cosa tan fútil como vanamente inventada, que no se funda sobre ningún testimonio de las Escrituras, sino más bien repugna a la Palabra de Dios.

XXIII. DEL MINISTRAR EN LAS IGLESIAS
No es lícito a hombre alguno tomar sobre sí el oficio de la predicación pública, o de la administración de los sacramentos de la Iglesia, sin ser antes legítimamente llamado y enviado a ejecutarlo. Debemos juzgar por legítimamente llamados y enviados los que fueron escogidos y llamados a esta obra por los hombres que tienen autoridad pública concedida por la Iglesia para llamar y enviar ministros a la viña del Señor.

XXIV. DEL HABLAR EN LA IGLESIA EN LENGUA QUE ENTIENDE EL PUEBLO
Celebrar el culto divino en la Iglesia o administrar los sacramentos en lengua que el pueblo no entiende, es una cosa claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva.

XXV. DE LOS SACRAMENTOS
Los sacramentos instituidos por Cristo no solamente son señales de la profesión de los Cristianos, sino más bien testimonios ciertos y signos eficaces de la Gracia y buena voluntad de Dios hacia nosotros, por las cuales obra Él invisiblemente en nosotros, y aviva no sólo nuestra fe, sino que también la fortalece y confirma.
Dos son los sacramentos ordenados por nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio, a saber: el Bautismo y la Cena del Señor.
Aquellos otros cinco comúnmente llamados sacramentos, a saber: confirmación, penitencia, orden, matrimonio y extremaunción, no deben reputarse sacramentos del Evangelio, habiendo en parte emanado de una imitación pervertida de los Apóstoles, y siendo en parte estados de vida aprobados en las Escrituras; pero que no tienen la esencia de sacramentos, como la tienen el Bautismo y la Cena del Señor, porque carecen de signo alguno visible o ceremonia ordenada de Dios.
Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser mirados o llevados en procesión, sino para que los usásemos debidamente. Solamente producen el efecto saludable en aquellos que los reciban dignamente; pero los que indignamente los reciben adquieren para sí mismos condenación, como dice san Pablo.

XXVI. QUE LA INDIGNIDAD DE LOS MINISTROS NO IMPIDE EL EFECTO DE LOS SACRAMENTOS
Aunque en la Iglesia visible están siempre los malos mezclados con los buenos, —y alguna vez los malos tengan autoridad superior en el Ministerio de la Palabra y de los sacramentos—; con todo, como no lo hacen en su propio nombre, sino en el de Cristo, administrándolos por comisión y autoridad de él, nosotros nos valemos de su ministerio debidamente, oyendo la Palabra de Dios y recibiendo los sacramentos. Ni el efecto de la institución de Cristo se frustra por su iniquidad, ni la gracia de los dones divinos se disminuye con respecto a aquellos que con fe y rectamente reciben los sacramentos que les administran; los cuales son eficaces a causa de la institución y promesa de Cristo, aunque sean administrados por los malos.
Pertenece, empero, a la disciplina de la Iglesia el que se inquiera sobre los malos ministros, que sean acusados por los que tengan conocimiento de sus crímenes; y que, hallados finalmente culpables, se disponga de ellos a través de un justo juicio.
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